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El día que el mundo olvidó leer

En un tiempo que no fue tiempo, cuando las palabras aún flotaban en el aire como mariposas sin destino y los recuerdos se desvanecían con el viento del olvido, la humanidad despertó una mañana sin la memoria de los libros. Fue como si un mago perverso hubiera borrado de un soplo la tinta de todas las páginas escritas desde el principio de los tiempos, dejando solo el eco distante de las voces que una vez contaron historias.

Los ancianos, que antes eran bibliotecas ambulantes de sabiduría impresa, se convirtieron en guardianes desesperados de fragmentos de memoria, repitiendo una y otra vez las mismas historias para que no se perdieran en el viento del tiempo. En las escuelas, donde antes los niños aprendían a descifrar los misterios escondidos entre líneas negras sobre papel blanco, ahora solo quedaba el eco de canciones y rimas, transmitidas de boca en boca como secretos precarios.

Las ciudades, esos grandes laberintos de cemento y sueños, comenzaron a perder su forma y sentido. Sin planos ni registros, los edificios crecían torcidos como árboles sin guía, y las calles se entrecruzaban en patrones tan caóticos como los pensamientos de un niño perdido. Los hospitales se convirtieron en casas de curanderos donde la medicina era un juego de memoria, y cada error costaba vidas que nadie podía contar.

En las plazas, donde antes la gente se sentaba a leer bajo la sombra de los almendros, ahora se reunían en círculos para escuchar a los últimos memoriosos, aquellos que todavía podían recordar fragmentos de historias antiguas. Pero cada vez que contaban una historia, cambiaba un poco, como una gota de agua que se transforma al caer de hoja en hoja.

La ciencia, ese gigante construido sobre hombros de gigantes, se convirtió en un enano ciego que tropezaba con sus propios pies. Los científicos, privados de sus cuadernos y fórmulas, eran como músicos tratando de tocar sinfonías con instrumentos imaginarios. Cada descubrimiento era un reinvento, cada avance un tropiezo hacia adelante en la oscuridad del olvido.

Las leyes, antes grabadas en piedra y papel, se volvieron tan maleables como la arcilla en manos de un niño. La justicia se convirtió en un eco de rumores, y la verdad en una sombra que cambiaba de forma según quien la mirara. Los gobiernos eran como barcos sin brújula en un mar de confusión, donde cada orden se transformaba en mil versiones diferentes antes de llegar a su destino.

Pero quizás lo más triste era ver cómo los sueños se hacían más pequeños. Sin libros que alimentaran la imaginación, los niños soñaban solo con lo que podían ver, y los adultos olvidaron cómo soñar del todo. El mundo se encogió hasta el tamaño de un patio, y el universo se redujo a lo que se podía tocar con las manos.

Solo quedaron los contadores de historias, esos juglares modernos que cargaban en sus memorias los últimos fragmentos de la sabiduría antigua. Se convirtieron en tesoros vivientes, más valiosos que el oro, porque en sus palabras viajaban los últimos vestigios de lo que una vez fuimos. Pero cada vez que moría uno de ellos, era como si se quemara una biblioteca entera, y el mundo se hacía un poco más pequeño, un poco más oscuro.

Y así, en este mundo sin libros ni lecturas, la humanidad aprendió la más amarga de las lecciones: que sin la palabra escrita somos como pájaros sin alas, como ríos sin agua, como historias sin final. Porque los libros no son solo papel y tinta, son puentes entre mentes, son barcos que navegan por el tiempo, son semillas de futuros posibles que ahora, en este mundo imaginado, nunca florecerán.

En las noches, bajo cielos sin estrellas escritas, los últimos soñadores miran al vacío y se preguntan si alguna vez existió realmente un tiempo en que las palabras podían capturarse y guardarse para siempre, o si eso también fue solo una historia más, contada por alguien que ya nadie recuerda.